viernes, 29 de marzo de 2013

ÍNDICE.

Como sembrador de Evangelio, Juan Mateos ha ido dejando caer su semilla a lo largo de los últimos años en diversos foros de reflexión teológica del territorio español.

La utopía de Jesús reúne el texto de seis conferencias pronunciadas por el autor que, por haberse editado en publicaciones muy diversas, resultan de difícil acceso. Se trata de seis temas de evangelio de candente actualidad: Dejamos aquí la tercera conferencia.

 























V.CONCLUSIÓN.




Resumiendo las ideas que se han expuesto, puede decirse lo siguiente: 

a) El proyecto de Jesús, la alternativa utópica de una sociedad nueva, tiene como presupuesto ineludible la existencia de un hombre nuevo, que será su artífice. 

b) El hombre nuevo es el hombre personalizado. Para Jesús, la línea maestra de la personalización se encuentra en el amor, es decir, en la relación positiva entre los hombres creada por la solidaridad y la entrega. 

c) Mientras el hombre no llegue a ese umbral de personalización, es «carne», debilidad, transitoriedad, y la sociedad que forme está abocada al fracaso. Fracasará el proyecto de fundar una sociedad nueva basándose en la imposición y observancia de una Ley que reprime los egoísmos del hombre, pero no lo cambia interiormente. 

d) Obstáculo a la existencia del hombre nuevo es la idea de un Dios dominador, que mantiene al hombre en situación de siervo. 

e) Nadie puede amar sin antes sentirse amado. El hombre descubre el amor al saberse y experimentarse objeto de amor por otro. Pero la posibilidad de una entrega total se basa en la experiencia del amor incondicional de Dios, fuente de vida y amor. 

f) Esta experiencia se adquiere por la adhesión a Jesús, a la que impulsa el amor a la humanidad y la oposición a la injusticia. La sintonía con Jesús produce la comunicación de su Espíritu, que personaliza al hombre y potencia su ser. 

g) Esta experiencia cambia la visión de Dios, del hombre y del mundo. Dios no es ya Soberano, sino Padre, el que comunica al hombre su propia vida. El hombre no es ya un esclavo, sino un hijo, destinado a la máxima semejanza con su Padre. El mundo es un regalo del amor del Padre, que el hombre ha de cuidar, desarrollar y vitalizar. 

h) La ausencia de un ideal externo impuesto al hombre como meta, suprime la angustia. La actividad del hombre se centra en el ejercicio del amor, que satisface su aspiración y ensancha su capacidad. No conoce él mismo su meta, porque irá descubriendo en sí nuevas capacidades y se abrirán nuevas líneas de desarrollo.
Este es el efecto del Espíritu de la verdad. La verdad es la vida-amor. Buscar la verdad es aspirar a la plenitud de vida; conocer la verdad significa experimentar vida, que ha de traducirse en amor. La experiencia de la vida, valor supremo, relativiza todo lo que antes parecía absoluto y da al hombre la libertad, que es su autonomía. «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (8,32).

jueves, 28 de marzo de 2013

IV. LA ILUMINACIÓN.



«La iluminación» es uno de los nombres antiguos del bautismo cristiano. Notemos la coincidencia del término con el usado por las religiones o filosofías orientales. La diferencia, sin embargo, es patente; lo que para esas filosofías es meta, para el cristiano es principio. 

¿En qué consiste esa iluminación? En el evangelio de Juan está escenificada en el episodio de la curación del ciego de nacimiento (9,1ss). Este personaje representa en el evangelio a la parte del pueblo que, debido a la opresión que  ha sufrido, nunca ha podido descubrir ni conocer lo que significa ser persona; ha nacido y está en la condición de «carne», y es la debilidad propia de esa condición la que permite que haya sido un oprimido ancestral, sin culpa propia ni de sus padres (9,3).  

Este hombre no es cómplice, pero sí víctima del pecado del mundo en este caso, el de los dirigentes que ejercen la opresión (9,41). La obra de Jesús con el ciego «abriéndole los ojos» (9,10.14.17, etc.) equivale al segundo nacimiento. Así lo indica el símbolo que usa Jesús, significando la creación del hombre: con la tierra (la carne) y su saliva (el Espíritu) hace barro (el hombre acabado: carne + espíritu). 

Al ungir los ojos del ciego con «su barro» (9,6: Jesús modelo de Hombre, cf. 9,35), el ciego percibe la luz/verdad: percibe el amor de Dios manifestado por Jesús y conoce la plenitud humana a que ese  amor lo llama y que Jesús puede realizar en él. Al aceptar la invitación de Jesús a lavarse (aceptación del agua/Espíritu) en la piscina del Enviado (Jesús, cuya agua es el Espíritu), obtiene la vista. Ha llegado a la nueva condición de hombre. Ahora es libre, ha perdido el miedo a los dirigentes y se enfrenta con ellos (9,13-33); una vez nacido de nuevo no puede ser sometido Y es incompatible con el sistema opresor (9,34: expulsión). 

La iluminación del ciego ha consistido en hacerle ver lo que es Dios Y lo que es el hombre. Cuando acepta la invitación de Jesús, el saber se convierte en experiencia interior. Dios no es el Soberano dominador del hombre; es la vida y el amor sin límite que desea comunicarse a él. El hombre no es un siervo ni está destinado a someterse a un yugo opresor; el proyecto de Dios sobre él lo destina a la plena libertad y desarrollo por el amor. Libertad y amor, inseparables. Nadie puede dar lo que no es suyo. El hombre ha de ser plenamente dueño de su persona para poder entregarla.          
   
La iluminación es, por tanto, una experiencia interior de Dios-amor. Esta cambia, en primer lugar, la relación hombre-Dios, que pasa de ser la de Señor-siervo, basada en el sometimiento del temor, a la de Padre-hijo, basada en la libertad del amor. Cambia también la relación del hombre consigo mismo de considerarse el irremediablemente indigno, el hombre se ve ahora como objeto de un amor sin límite y llamado a una realización que lo asemeja a Dios su Padre. Cambia la relación con los demás hombres, a los que ve como objeto del mismo amor y llamados a la misma realización. Su actitud será ahora la de manifestar su propio amor, para invitar a todos a la misma experiencia. Cambia, finalmente la relación con el mundo, que se le muestra como un regalo del amor del Padre y al que no pretenderá dominar, sino vivificar. 

En el episodio del ciego, la nueva condición del hombre se manifiesta inmediatamente en la independencia (9,8: antes era mendigo) y libertad de movimientos (9,8: antes estaba sentado, inmóvil), así como por la identidad encontrada (9,9).

El compromiso de vida.



En el episodio del templo había anunciado Jesús la sustitución del templo por el Hombre mismo. Es el Hombre el lugar de la presencia y de la acción de Dios, pues por el Espíritu que en él habita brilla en él la gloria/amor y en su actividad se desarrolla la actividad creadora y vivificante. El hijo es la presencia del Padre y actúa como el Padre. 

Si el hombre es portador del Espíritu/vida de Dios y su presencia en la tierra, hay que aclarar qué queda de la antigua idea de culto, propia de las religiones. En la escena del templo, al expulsar a las ovejas, símbolo de los fieles, Jesús muestra que la sociedad nueva no se construye sobre un fundamento religioso tradicional. Dios es ahora «el Padre». Con esta denominación Jesús lo saca del templo y lo coloca en la intimidad del hombre; el Reino o nueva sociedad no estará constituido por súbditos de un Dios soberano, sino por hijos de un Padre; será una comunidad humana en la que dominen los lazos de amor, solidaridad y comunión de vida. 

El problema del culto se trata también en el episodio de la samaritana, donde Jesús lo cambia completamente de registro. La mujer, que reconoce la idolatría de su pueblo, quiere que Jesús le indique cómo tiene que agradar al Dios verdadero, y, siguiendo la antigua concepción religiosa, cree que el problema se resuelve con la práctica del culto legítimo en el lugar apropiado. Así habla la mujer a Jesús: Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres celebraron el culto en este monte; en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrarlo está en Jerusalén. 

La respuesta de Jesús es desconcertante: Créeme, mujer: se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén (4,21). Para la mujer eran los dos únicos lugares que podían pretender una legitimidad religiosa: el templo de Jerusalén y el templo samaritano del monte Garizim, destruido por los judíos el año 128 a.C. Jesús anuncia un cambio radical: ha terminado la época de los templos; el culto a Dios no tendrá lugar privilegiado.
Jesús vuelve a llamar Padre a Dios, subrayando el vínculo familiar y personal con él; esto cambia el carácter del culto, que pasa también a ser personal, en el marco de la relación hijo-Padre. 

Jesús explica el carácter del nuevo culto: Se acerca la hora, o, mejor dicho, ha llegado, en que los que dan culto verdadero adorarán al Padre con Espíritu y lealtad, pues el Padre busca
hombres que lo adoren así. 

El verdadero culto a Dios suprimirá el culto samaritano y el judío, para sustituirlos por un culto nuevo, que no se dará ya a un Dios lejano, sino al Padre, unido al hombre por una relación personal, la anunciada en Caná, y que se realizará con Espíritu y lealtad. 

La frase con Espíritu y lealtad está en paralelo con la del prólogo (1,14), plenitud de amor y lealtad. El Espíritu es el amor, de ahí que pueda ir acompañado del sustantivo «lealtad». El «espíritu» expresa el amor en términos de fuerza, vida y acción. El culto con Espíritu y lealtad es, por tanto, la práctica del amor fiel al hombre, que no necesita templos. 

Para entender del todo lo que Jesús propone hay que profundizar en el concepto del «culto», descubriendo la raíz de la que nacieron los cultos religiosos. «Dar culto» a Dios significa darle honra, exaltarlo. Es evidente que la calidad del culto dependerá de la idea de Dios y de la relación del hombre con él que profesen los fieles de una religión determinada. Si se concibe a Dios como violento y sanguinario, el culto llegará a practicar el sacrificio humano. Si se le concibe como soberano, el culto reflejará el sometimiento de sus fieles. En cada caso se pretende honrar a un dios como se piensa que él desea ser honrado. 

Al cambiar Jesús completamente la idea de Dios, cambia el carácter del culto. El Dios que es Padre, es decir, aquel que por amor al hombre le comunica su propia vida, haciéndolo semejante a él, considera honra suya que el hombre se parezca a él cada vez más. Dios es Espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y lealtad (4,24), es decir, Dios es dinamismo de amor, que se ha expresado en la creación del hombre y sigue actuando hasta llevarla a su término, comunicándole su propia vida. 

Esto hace comprender los efectos del agua viva que Jesús da a beber y que apaga la sed del hombre. Este agua es la experiencia constante, a través de Jesús, de la presencia y amor del Padre. La experiencia del amor produce, a su vez, en cada hombre, la capacidad de amar generosamente como se siente amado (4,14: se le convertirá dentro en un manantial). 

Siendo el amor la línea fundamental de desarrollo y personalización del hombre, su actividad irá realizando en él el proyecto creador.
El culto a Dios deja de ser vertical, pues él está presente en el hombre por el Espíritu: el Padre y Jesús son compañeros de vida del que practica el amor (14,23). La relación con Dios es la de una sintonía que impulsa a una semejanza cada vez mayor (14,6: el camino hacia el Padre) y lleva a amar al hombre hasta la entrega total. Ese es el único culto que el Padre busca y, por tanto, acepta: la prolongación del dinamismo de amor que es él mismo y que él comunica.               

El culto antiguo exigía del hombre una renuncia a bienes exteriores (sacrificios, etc.). Era una humillación del hombre, una disminución ante un Dios soberano. El nuevo culto no humilla al hombre; al contrario, lo eleva, haciéndolo cada vez más semejante al Padre. El antiguo culto subrayaba la distancia entre Dios y el hombre; el nuevo tiende a suprimirla.

Ley y Espíritu.



Podemos profundizar en esta diferencia entre la Ley y el Espíritu/amor. La Ley propone al hombre un modelo, un superyó, al que debe aspirar. Pero es un modelo extrínseco, no nace de la realidad de la persona, se le impone desde fuera. Por eso el modelo no se ajusta al individuo y éste nunca puede llegar hasta él; de ahí la sed continua, la frustración incesante que produce el esfuerzo por alcanzado. Por otra parte, siendo la Ley una norma social, el modelo que propone es genérico, sin tener en cuenta la peculiaridad del individuo, por lo que la identificación con ese modelo produce una creciente despersonalización. Frustración y despersonalización son la consecuencia de una espiritualidad basada en la Ley. 

Todo lo contrario sucede con el Espíritu. La comunicación del Espíritu, que es fuerza de vida y amor, no propone al hombre un modelo; simplemente potencia su ser, capacitándolo para un amor y una entrega cada vez más plenos. El hombre se siente impulsado a la acción en favor de otros, para comunicarles vida. Así se va desarrollando en sus diferentes dimensiones y posibilidades. Cuál será su meta, ni él mismo lo sabe, pues no conoce siquiera las capacidades que posee. 

El ejercicio del amor lo irá desarrollando armónicamente, y se irá descubriendo él mismo. De hecho, no puede haber una meta genérica; cada individuo es una tierra diferente, y aunque
regados todos con la misma agua, el Espíritu/amor, dará cada uno una flor y un fruto distintos. Se va produciendo la personalización plena. 

Hay que notar que la concepción de Jesús libera también al hombre de cualquier otro superyó que él mismo se cree y que no suele ser más que la proyección de sus ambiciones o el reverso de sus frustraciones íntimas. La aspiración a esas metas, con tanta frecuencia irreales y deformadoras, amarga la existencia y hace vivir fuera de la realidad propia y ajena. Uno piensa conocerse tan a fondo que puede dibujar su propio modelo y prever la senda que a él conduce. A menudo, el mero pasar de los años demuestra al hombre que no se conocía y que su modelo era ficticio. 

El agua/Espíritu elimina la sed, precisamente porque no propone una meta acuciante. El hombre de espíritu vive en su presente, procurando traducir en acción, en cada circunstancia, el impulso de amor que lleva dentro. Cada acto de entrega es completo en sí mismo. Al mismo tiempo, dilata el ser del hombre, permitiéndole entregarse cada vez más plenamente. Es un crecimiento gozoso, sin angustia, un acercamiento paulatino al Padre, por ir realizando en uno mismo la semejanza propia del hijo. 

Por ser dinamismo de amor, el Espíritu excluye la búsqueda de una perfección individual aislada. No puede replegarse en sí mismo, porque su esencia es la entrega a los demás. Es en esa entrega donde se verifica el crecimiento, sin pensar siquiera en ello. Notemos que la palabra «perfección/perfecto» no aparece en Juan, Marcos ni Lucas; solamente dos veces en Mateo, para oponerse precisamente a la búsqueda farisea de perfección por la observancia de la Ley; en un caso (5,48), la pone en el amor universal, como el del Padre; en el segundo (19,21), indica la madurez humana que procura la opción radical contra la injusticia, que nace del amor a los hombres.

Sólo un agua perenne y siempre disponible puede quitar la sed. Esta es la que promete Jesús. El Espíritu/amor que él comunica se convierte en cada hombre en un manantial que brota continuamente y que, por tanto, continuamente le da vida y fecundidad. El hombre lleva dentro el nuevo principio de vida. Así, cada uno se desarrolla en su dimensión personal. 

El Espíritu es personalizante; la Ley, absolutizada como norma, despersonaliza. El Espíritu es un manantial interno, no externo, como el de Jacob. El hombre recibe vida/amor en su raíz misma (dentro), en lo profundo de su ser, no por acomodarse a normas externas. Es un don permanente, que hace nacer a una vida nueva y la mantiene, que abre el horizonte de la sociedad nueva (el reino de Dios). Su fuerza (salta) es garantía de plenitud de vida, como lo afirma Jesús en otro lugar (10,10):
Yo he venido para que tengan vida y les rebose. Es un manantial interno, pero para la relación. Si se aísla, muere. 

Siendo en todos la misma agua, la que da Jesús, crea unidad con él y entre todos; saltando en cada uno como manantial propio, y fecundando la tierra de que está hecho, produce un fruto diversificado. Retorna la idea expuesta en el episodio de Nicodemo. No basta aprender una sabiduría, el hombre necesita una nueva clase de vida, de fuerza y fecundidad interior. Cuando la reciba estará completo, tendrá el nivel que le corresponde según el designio creador.